viernes, 18 de junio de 2010

De Gaulle y Churchill






Exactamente 70 años separan las dos imágenes. David Cameron se ha reunido con Nicolas Sarkozy como sus antecesores hicieron el 18 de junio de 1940.

Sir Winston Churchill recibía al General Charles De Gaulle, líder de las Fuerzas Armadas de la Francia Libre, exiliado en Londres después que el Mariscal Pétain rindiera el país tras la ocupación de París por las fuerzas nazis.

Desde los estudios de la BBC, De Gaulle se dirigió a la resistencia para mantener la grandeur ante la invasión alemana. Ese discurso, fue más simbólico que efectivo pues millones de franceses huían de su país mientras se emitían las palabras del General, poco conocido en la época.

Para la historia quedan las palabras de De Gaulle exhortando a sus compatriotas (discurso en francés y castellano).

La prensa de la época recogía en aquellos días la reacción de Churchill ante el armistricio de Francia y garantizaba que Inglaterra lucharía hasta el final. Aquél mismo 18 de junio pronunció uno de sus más importantes discursos que finalizaba: “Vamos a hacernos cargo de nuestras obligaciones y seamos conscientes de que si el Imperio Británico y la Commonwealth perduran por miles de años, los hombres seguirán diciendo: ésa fue su mejor hora."



Dos veteranos periodistas escriben su vivencia de aquellos días en La Vanguardia.

Charles De Gaulle. Por Jaime Arias:

Recuerdo bien el 18 de junio de 1940. Día de gloria en la vida de Hitler y de oprobio para la Francia y la Europa democráticas. Jornada cumbre de la guerra relámpago, la imparable blitzkrieg desatada por las veloces divisiones blindadas alemanas. Fecha límite de la humillante debâcledel ejército que se creía el primero del mundo. En Barcelona, en la provisional oficina de prensa anglofrancesa, instalada en un piso de la plaza Catalunya, lágrimas y caras largas ante noticias y comunicados de guerra, a cuál más tétrico. Pocos reparaban en un breve despacho de Reuters que hablaba por vez primera de un tal De Gaulle, recién ascendido a general, llegado a Londres y recibido por Churchill, que esperaba en vano a su colega y amigo Paul Reynaud.

Al otro lado de la misma plaza, sobre la moderna fachada de un inmueble bancario, ondeaba una gran bandera con la cruz gamada. Detrás de los ventanales, era perceptible un movido bullicio de funcionarios que contrastaba con la inactividad del contiguo y vetusto edificio de la Société Générale, sede del consulado de Francia, en cuya balconada sólo aparecía una triste bandera tricolor. Aquel mismo día, Pétain iba a París al encuentro del Führer para sellar la rendición.

De Gaulle nació para ser uno de los gigantes del siglo XX. Nada le venía ancho. Físicamente ya imponía. Grandes fueron sus gestos y sus gestas, su cultura, su hábil manejo del verbo y de la pluma, su sentido del deber como ciudadano, soldado o jefe de Estado, y su visión de la historia. Philippe Pétain fue su primer maestro en el arte militar y, luego, su antagonista a la hora de salvar el honor del país y situarlo entre las llamadas grandes potencias de la posguerra. Pétain, durante mucho tiempo, vio en su discípulo predilecto a su otro yo, el joven que le hubiese gustado ser: más culto, más técnico, más inteligente, "el mejor", según afirmó un día el mariscal y héroe de Verdún. Conoció a fondo las virtudes de De Gaulle, su firmeza y coraje frente al enemigo, igual de oficial a finales de la Primera Guerra Mundial que de coronel a principios de la Segunda. También conocía sus defectos de arrogancia y ambiciones políticas.

Hijo de un profesor de historia en el colegio de los jesuitas de Lille, en el que fue educado, Charles de Gaulle pertenecía a una familia burguesa de noble abolengo venida a menos. Portador de un apellido evocador de raíces de la Francia profunda, se sentía un predestinado. Además del eufónico nombre, de su elevada estatura y erudita formación, en la escuela de Saint Cyr, se reveló con madera de líder. Allí le colgaron el apodo de el Condestable,medievalista dignidad de la milicia. Si su sola presencia física impresionaba, su rostro serio y sus largos silencios le infundían aún mayor superioridad que la que irradiaba al tomar la palabra, casi siempre serena.

Al reducido núcleo de primeros seguidores de la resistencia le sugestionaban, en plena debâcle,sus intervenciones "sobrias, punzantes, precisas, desprovistas de obviedades". A Churchill, por esos mismos días, no le produciría menor impacto. Y, algo más tarde, en el prólogo de la liberación de Europa, en Washington, igual impresión sacaron Marshall y Eisenhower, impacientes por conocer la auténtica personalidad del colega francés, que llevaba fama de rebelde arrogante y orgulloso. "Se creía Juana de Arco", al decir del propio Roosevelt tras el encuentro de Casablanca.

En efecto, además de su pasión por Francia, creía en sí mismo, en tanto que símbolo de la Francia éternelle.Guardián de sus esencias, sabedor de que no gustaba a todo el mundo y de que Churchill, campeón indiscutible de las democracias, solo ante el peligro, necesitaba tener a su lado la presencia de un aliado francés con autoridad moral para hablar claro y en voz alta.

De Gaulle, como él mismo admitía, era todo un fenómeno. Personaje complejo y polifacético, soldado de una pieza, duro, inflexible, cabe decir que hasta inhumano en la batalla frente al enemigo. Pero en el estudio y en la estrategia, militar reflexivo, ilustrado, intelectual a la manera de Cervantes, hermanando armas y letras, convencido de que, en la mayoría de los casos, la fuerza de la razón y de las palabras pueden más que la espada. Y de que la fuerza espiritual que supone la voluntad de un hombre es capaz de cambiar el curso de la historia. Y, como político, taimado y ambiguo, envuelto en el misterio.

Devoto de las teorías de Clausewitz y observador inteligente y perspicaz, De Gaulle se pronunció por un cambio radical en el empleo de la fuerza. Las nuevas armas y el creciente desarrollo de la motorización le dieron a entender que contra la inmovilidad y las tácticas de la guerra de trincheras de 1914-18 se imponía la guerra de movimiento, basada en ejércitos acorazados y adiestrados en operaciones ofensivas.

Pétain y la mayoría de los mandos no prestaron crédito a esas charlas futuristas, expuestas con claridad meridiana en L´armée du metier y Le fil de l´épée,que sólo hicieron mella en los especialistas más inquietos. Mayor caso, en cambio, hicieron en Alemania entre otros el general Guderian, creador de las divisiones Panzer, que se apuntarían victorias fulgurantes en el este y en suelo francés, apoyadas por la potente Luftwaffe, poder destructivo ensayado en la guerra civil española.

Las teorías gaullistas, además de inspirarse en estudios castrenses, se nutrían de lecturas filosóficas de maestros de la antigüedad y de su tiempo, con predilección por Bergson, a quien invitó a la tribuna de la escuela militar. El entonces comandante creía en la importancia de las tesis de la energía espiritual, de la pura intuición, del carácter y de la adaptación a las circunstancias, y en otros influyentes factores psicológicos. Si Ortega sentó la máxima de "yo soy yo y mi circunstancia", De Gaulle definía la acción diciendo que "son hombres en medio de las circunstancias", y que adaptado a ellas, a sus riesgos y sorpresas, se trata de saber explotarlas.

Formación superior que le tuvo mejor preparado que la mayoría de los estadistas de su época ante las tormentas que se echaban encima. Opinaba que "sea cual sea el rumbo que tome el mundo, no podrá prescindir de las armas". Pero hablaba con respeto a la sociedad civil y, aunque de filiación familiar monárquica, acataba las leyes de la República, convencido de que el deber del estadista era el de "conciliar la autoridad del Estado con la libertad de los ciudadanos". A la hora de la verdad, predicó con el ejemplo: fundó la V República, sobre la base de una Constitución que aseguró gobiernos estables, a diferencia de las anteriores, en permanentes crisis. Años fundacionales de cuyas rentas se sigue beneficiando la estabilidad del Elíseo. Pero siempre, tras consultas populares y elecciones generales, celosamente constitucionales.

Fue un soldado muy singular en la guerra y en la paz. Un presidente que colocaba a su derecha a un intelectual de desbordante personalidad e imaginación. Ministro de las ideas es como describe al titular de Cultura con quien compartió una insobornable pasión por Francia y el concepto de la Europa de las patrias. Sobre esa especial amistad ya escribí que aquel hombre de acción que había en André Malraux encontró en su héroe el mejor motivo de servicio a su país. De igual modo que en el intelectual que había en De Gaulle, este veía en el artista la pluma que perpetuaría su gloria. La del aristócrata de familia monárquica que por dos veces había salvado a la República.

De Gaulle no careció de sentido del humor. Por ejemplo, cuando salió ileso, de milagro, del atentado de la OAS, sólo dijo que había sido "Une plaisanterie de mauvais goût" (una broma de mal gusto). Tímido en el fondo, sus rasgos más sensibles solían refugiarse en el amor a Ivonne, la mujer de su vida, y reservaba una gran ternura a su hija Ana, con síndrome de Down. "Ahora, Ana ya es igual a todos los mortales", comentó al salir de su entierro.

De la política, una de sus obsesiones fue la de "saber salir a tiempo". También predicó con el ejemplo. Encontró el momento oportuno con el pretexto de un referéndum sobre la descentralizadora regionalización que suponía iba a perder. Se retiró a su sobria finca de Colombey con digna y silenciosa grandeza.

Aquel 18 de junio de 1940. Por Carlos Sentís:

Tal día como hoy, 18 de junio, el de 1940, se hallaba Francia en extrema depresión tras la firma del armisticio con las tropas alemanas que ocupaban el país. La guerra entre ambos países se había dado por concluida. Quienes a escondidas escuchaban Radio Londres, se encontraron con una voz para ellos desconocida. Tras una escueta autopresentación, el orador anunció: "Hemos perdido una batalla, pero no la guerra". ¿Quién era aquel hombre que había osado rasgar la estática situación? Pronto se supo. Era un coronel que el presidente del Gobierno francés, en plena debacle, había nombrado subsecretario de Defensa. ¿Y por qué? De Gaulle era un estudioso del Estado Mayor y había publicado un libro anunciando que la guerra que se presagiaba iba a ser "de movimiento" y no de trincheras, tesis contraria a la del Estado Mayor, que se creía a cubierto tras las enormes fortificaciones de la llamada línea Maginot, que cubría la total frontera francoalemana. Sin embargo, los alemanes la contornearon e invadieron Bélgica, desde donde penetraron fácilmente en Francia.

De Gaulle estableció una base en una lejana y pobre colonia, Brazzaville, a orillas del río Congo, para existir como Estado propio. "¿Cómo conseguiste ir allí como corresponsal de guerra?", me han preguntado en diversas ocasiones. No lo conseguí, me lo ofrecieron. Tras la constitución del doble gobierno francés, su embajada en España se escindió: unos permanecieron fieles a Vichy, de donde enviaron aun importante embajador, y otros se pusieron a las órdenes de De Gaulle. Pasaron unos meses y desde Argel llegó a Madrid el diplomático Jacques Truel, que viajaba de incógnito para conseguir que la prensa española, tan influida por la embajada alemana, dejara de referirse a De Gaulle como un "aventurero". Jacques Truel, a través de sus colegas, se dirigió a mí ofreciéndome que en el caso de obtener yo uno o dos periódicos importantes, el ministro de Información de De Gaulle, René Pléven, me invitaría a unirme como corresponsal a las fuerzas africanas. Tuve que sortear a los directores de Abc y La Vanguardia para recabar una credencial de don Ignacio Luca de Tena - monárquico oficial-y de don Carlos Godó Valls, conocido también por su anglofilia.

Cuando después de múltiples semanas llegué a Argel desde Brazzaville, el cónsul español allí, desde hacía pocos días, era Sangróniz, un alto diplomático. El rumbo de la guerra empezaba a cambiar y los aliados ya no perdían. Sangróniz me dijo: "No ha salido ninguna de sus crónicas. Ahora empezarán a hacerlo".

Se dice que no hay mal que por bien no venga, y a veces así ocurre. Desde Argel y con la guerra casi terminada, regresé a Barcelona, donde pude publicar los textos de aquellas crónicas, adaptados en forma de capítulos, en un libro, Áfricaen blanco y negro.Hice llegar un ejemplar al general De Gaulle, quien me contestó con una carta de agradecimiento que me confundió. Era yo quien debía estar agradecido.

Después, ya en París, De Gaulle no aguantó las luchas entre partidos, que habían reanudado su politiquería. Se retiró a su casa solariega de Colombey-les-DeuxÉglises. En aquel momento escribí un artículo en Abc titulado "Au revoir, mon général". No pocos se rieron de mí porque durante doce años De Gaulle no volvió, pero en mayo de 1958 fueron a buscarle y el mismo presidente de la República, René Coty, quiso, con la Cámara de Diputados, nombrarle presidente de un gobierno que debía, ante todo, vérselas con la guerra de Argelia y recomponer un panorama político tan descompuesto. Entonces corresponsal en París, asistí al discurso que De Gaulle pronunció en la Cámara, en horas de la madrugada, aceptando el encargo, pero condicionado a un cierto cambio de estructuras políticas basado en hacer más ejecutiva la presidencia de la República y estableciendo una mayor duración de las legislaturas. Mis contactos con De Gaulle fueron discretos. Fui a él presentado en el estadio de Brazzaville, durante un partido de fútbol en que los jugadores jugaban con los pies descalzos. Con el típico calor ecuatorial, por el enjuto rostro de De Gaulle se deslizaban perlas de sudor. Trasladados luego a Argel, le veía semanalmente en las conferencias de prensa que daba en tanto que presidente de la provisional France Libre. No era, pues, un amigo, como algunos han pensado. Simplemente me conocía y me llamaba por mi nombre.

Francia no habría sido considerada por los aliados victoriosa si el mariscal Juin no hubiera ascendido por la bota de Italia y Leclerc no hubiera entrado en París con su división, en la que había no pocos voluntarios republicanos españoles.

Charles de Gaulle tuvo que superar muchas dificultades en campo propio con el general Giraud y también entre los jefes del mando aliado, como Stalin y Roosevelt. No le invitaron a la conferencia de Yalta, en la cual el presidente americano no resistió la presión de Stalin.

En momentos en que cruelmente faltan líderes políticos en Europa, es bueno recordar a quien partiendo de un simple micrófono de Radio Londres encendió la luz de la esperanza y la resistencia de su país.